Los que no tenían nada que perder y lo perdieron todo, es decir
los que de ningún modo tuvieron nunca nada que ganar
Los que jamás serán interrumpidos en sus meditaciones por ningún admirador ni convocados por periodista alguno ni jamás ganarán beca alguna a ningún lado
Los que si llegan a necesitar suero se tendrán que conformar con aspirinas
Los que si por ello se murieran lo harían dulcemente,
sin elevar al cielo ningún puño furioso, como si algo como eso,
de esa magnitud fuera una cosa “de lo más natural”
Los que jamás serán televisados de manera exclusiva.
Los que nunca pudieron decir las decisivas palabras de su amor
a esa mujer que ya no los recuerda
y que probablemente jamás advirtió nada
Los que antes de salir de la oficina para no volver nunca
y antes de recoger su almanaque del año, sus papeles ya inútiles
y su pisapapeles le dan las buenas tardes cortésmente al patrón que los ha despedido
Los que son de verdad bastante humildes para no hallarse a gusto entre los salvos
La carne de cañón, los cargadores, esos últimos que no son los primeros
Hombres de corazón tan tierno y apocado, demasiado alto para sentir la furia, indulgentes con ella, sin embargo, como con las rabietas
de los niños
Los que se creen poco y valen mucho
Los inútiles buenos para nada
Todos aquellos cuya mansedumbre
les perdona la vida a los demonios que compran automóviles
para ellos y sus hijos de quince años
existiendo hombres ancianos ya y que no tienen para su pasaje
Hombrecitos con corazón de perro leal y sin astucia
Cada mañana cumpliendo sus deberes sin esperanza
pero a cabalidad
Cada mañana mascando tostaditas
rancias con margarina tan pudorosamente, dirigiendo
sus correctos modales su consideración su humilde cortesía
mesocrática tan colmada de buena y respetuosa voluntad
al enorme, soez, indiferente
monstruo llamado Mundo
Todos aquellos
lo bastante grotescos e imbéciles
para llorar a solas en el micro
(más no por ellos mismos –qué ocurrencia,
si no son tan importantes, pues, “¡faltaría más!”),
sino porque unos hombres en el viaje
subieron llenos de gozo y alegría al colectivo y caminaron entre los pasajeros
batiendo palmas y también cantando y alabaron a Cristo
a grandes voces y solamente ellos
entre cuantos hacían a esa hora el trayecto
del fin de la jornada parecían felices
Pero evidentemente estaban locos
Montserrat Álvarez
Zaragoza, España 1969
Leerla despacito, y rumiarla, y cuando la hayais digerido sacar vuestras conclusiones de este fenomenal escrito de nuestra paisana.
Buen día.
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