miércoles, 28 de agosto de 2013
El pequeño rey zarrapastroso.
Tarde a tarde, lo veían.
Lejos de los demás, el guri se sentaba a la sombra de la enramada, con la espalda contra el tronco de un árbol y la cabeza gacha. Los dedos de su mano derecha le bailaban bajo el mentón, baila que te baila como si él estuviera rascándose el pecho con alevosa alegría, y al mismo tiempo su mano izquierda, suspendida en el aire, se abría y se cerraba con pulsaciones rápidas.
Los demás le habían aceptado, sin preguntas, la costumbre.
El perro se sentaba, sobre las patas de atrás, a su lado. Ahí se quedaban hasta que caía la noche.
El perro paraba las orejas y el guri, con el ceño fruncido por detrás de la cortina de pelo sin color, le daba libertad a sus dedos para que se movieran en el aire.
Los dedos estaban libres y vivos, vibrándole a la altura del pecho y de las puntas de los dedos nacía el rumor del viento entre las ramas de los eucaliptus y el repiqueteo de la lluvia sobre los techos, nacían las voces de las lavanderas en el río y el aleteo estrepitoso de los pájaros que se abalanzaban, al medio día, con los picos abiertos por la sed.
A veces a los dedos les brotaban, de puro entusiasmo, un galope de caballos: los caballos venían galopando por la tierra, el trueno de los cascos sobre las colinas, y los dedos se enloquecían para celebrarlo.
El aire olía a hinojos y a cedrones.
Un día le regalaron, los demás, una guitarra.
El guri acarició la madera de la caja, lustrosa y linda de tocar, y las seis cuerdas a lo largo del diapasón.
La probó, la guitarra sonaba bien.
Y él pensó: qué suerte.
Pensó: ahora tengo dos.
Eduardo Galeano.
El verano va llegando a su fin, pronto estaremos en las faenas habituales.
Echaré de menos el mar, pero a lo que me de cuenta estaré de vuelta.
Buen día.
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