Vino al mundo una tarde
como todas: con sol, y viento, y agua.
(Bajo la luz de mayo).
Gritó que estaba libre,
que dormía bien, que andaba
muy corto todavía, pero firme,
el suelo verdeazul que le prestaron
para hacer correrías de sus sueños.
Comenzó a hacerse niña.
Le bajaba
una lluvia de estrellas a los labios.
Se le decapitó la voz en un torrente
de ternura.
Una noche cualquiera
se fue vistiendo de mujer; sus ingles
se engastaron de musgo, de amapolas;
y daba una migaja de su día
a cada sol, a cada viento. Era
como una procesión por dentro de candiles,
como una ensimismada soñolencia,
como una catarata de hermosura
su pelo, suelto, al aire,
sus pechos como nieve,
sus muslos de jardín, su alma de espera.
Luego, la madurez le trajo
un temblor de humedad hasta los párpados,
severa y dulce propensión al frío.
Una vejez sin nadie
izó su palma blanca en las ventanas
y oscureció la luz.
Se puso en el escote
la flor antigua de sus quince años,
mientras el rímel iba
haciéndose ya río en las ojeras
y el espejo guardaba otro tiempo en sus orillas.
Y un alba lastimosa
se hizo muerte al fin, con su nostalgia
antigua, con sus trenzas quebradas por las horas,
con su cansado corazón de bosque ausente,
con su grito
de sueños sin pisar: esqueleto
vuelto por fin ceniza en un sopor extraño;
ofrenda dura y honda de sangre hacia la nada.
como todas: con sol, y viento, y agua.
(Bajo la luz de mayo).
Gritó que estaba libre,
que dormía bien, que andaba
muy corto todavía, pero firme,
el suelo verdeazul que le prestaron
para hacer correrías de sus sueños.
Comenzó a hacerse niña.
Le bajaba
una lluvia de estrellas a los labios.
Se le decapitó la voz en un torrente
de ternura.
Una noche cualquiera
se fue vistiendo de mujer; sus ingles
se engastaron de musgo, de amapolas;
y daba una migaja de su día
a cada sol, a cada viento. Era
como una procesión por dentro de candiles,
como una ensimismada soñolencia,
como una catarata de hermosura
su pelo, suelto, al aire,
sus pechos como nieve,
sus muslos de jardín, su alma de espera.
Luego, la madurez le trajo
un temblor de humedad hasta los párpados,
severa y dulce propensión al frío.
Una vejez sin nadie
izó su palma blanca en las ventanas
y oscureció la luz.
Se puso en el escote
la flor antigua de sus quince años,
mientras el rímel iba
haciéndose ya río en las ojeras
y el espejo guardaba otro tiempo en sus orillas.
Y un alba lastimosa
se hizo muerte al fin, con su nostalgia
antigua, con sus trenzas quebradas por las horas,
con su cansado corazón de bosque ausente,
con su grito
de sueños sin pisar: esqueleto
vuelto por fin ceniza en un sopor extraño;
ofrenda dura y honda de sangre hacia la nada.
Manuel Naranjo.
Todos nacemos y morimos, es cierto, pero unos dejamos mucho aquí, y otros parten con casi todo lo que tienen, y es triste la verdad, porque todo lo que vale la pena, no suele tener valor material.
Buen día.
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